domingo, 22 de mayo de 2016

Vrykokounoúp







El vrykokounoúp, también conocido como vampiro de la savia, se me apareció por el rabillo del ojo mientras observaba las aguas del embalse. Al principio fue sólo un movimiento; la sombra de una mosca, pensé. Pero descubrí que la perturbación no revoloteaba a mi alrededor. Algo se movía a no demasiada distancia, entre los árboles que tenía detrás. Era grande y negro, y flotaba varios metros por encima del suelo, deslizándose lentamente como una nube de tormenta. Pero no flotaba, la primera impresión era falsa: caminaba sobre cuatro patas articuladas y su oscuridad nada tenía que ver con la del nimbo hinchado de agua, sino más bien con el pelo corrupto de una rata de cloaca. Debía oler igual que una fosa llena de ellas, aunque el único sentido que se dejaba aplicar era el de la visión, ni sonidos, ni olores. Caminé unos pasos con la intención de ver mejor la anatomía de aquel zancudo silencioso. No le veía ojos, ni boca, y no tardé en comprender que era su cabeza lo que echaba en falta. Debajo, colgaba un saco de piel negra y rugosa, libre de pelo, que recordaba al escroto humano. Al menos hasta que se alzó, y el pellejo, holgado y fofo, resbaló alrededor de un cráneo picudo, armado con un aguijón que fue a clavarse inmediatamente en la corteza del árbol más cercano. Supe que le succionaba la savia; el corcho se agrietó y perdió su color. Di algunos pasos más, los suficientes para comprobar que —¡me estremecí!— aquel ser no estaba solo; todo un rebaño de seres iguales a él, algunos de mayor tamaño incluso, se movía con libertad por el bosque, sin romper la quietud del lugar. Se fueron del mismo modo en que llegaron, por el rabillo del ojo, como la sombra de una mosca. Sé que es un error haberlos visto, que siempre han estado ahí, sobre nuestras cabezas, bebiendo savia, invisibles por algún motivo, pero ya no puedo olvidarlos. Desde entonces, cuando veo árboles con la corteza lacerada, y aun sin verlos, empujado por una extraña certeza, sé que camino entre las patas de un vrykokounoúp, también conocido como vampiro de la savia.


domingo, 6 de marzo de 2016

Antiprisma Pentagrammic







Recibió la carta en el rincón de la cama. Ni siquiera recordaba la cara del mensajero, aunque llegó a verla, ni su voz, aunque oyó cómo le llamó por su nombre. Se marchó como vino, sin ruido de pisadas ni puertas. Era una tarde especial; la frente le ardía de frío y su curiosidad iba a la deriva como un pescado muerto. El cielo calinoso llenaba la ventana, los niños del parque gritaban ¡mediomango!, un loro silbaba al otro lado de la calle, tormenta, el reloj del salón contando los segundos, la gata Locatropa abriendo y cerrando la puerta del armario, su tiritera en aquel reducto caliente, las mantas hechas un laberinto... Necesitaba dormir, su cuerpo dolorido se lo pedía, pero acababa de hacerlo, también se lo decía. Tragó saliva con sabor a hiel. Entonces reparó en el documento; seguía allí, entre sus manos, de un papel parecido a la madera pulida. Abrirlo fue como abrir la gaveta de un pequeño mueble ministerial:

«Europa, Caléndula, Nerón, Júpiter, Plata, Polichinela, Barba Azul, Mitocondria, Waterloo...»

Leyó durante horas, hundiéndose en aquel subterráneo desplegable lleno de vasos comunicantes. Ya durante el sexto pliegue se topó con pasajes que requerían de la comprensión de los primeros. «¿Cómo era? ¿Cómo era?», se preguntaba mientras iba hacia atrás. «¡Ah, sí! Mitocondria y Waterloo», y continuaba con el documento:

«Lactancio, Al-Mansur, Cristo, Geburag, Silfos, Electromagnetismo, Señal Wow…»

Sus párrafos tiraban de él, ¿acaso hacia una salida? Locatropa maullaba de alegría cada vez que veía cómo sus manos se arrastraban fuera de las mantas, en pleno vendaval ártico. Y Charly —¿no se llamaba así el loro que silbaba al otro lado de la calle?—, gritaba dando ánimos. Pero siempre había una palabra, siempre, que le obligaba a retroceder, y lo sumía de nuevo en aquel pozo oscuro y caliente. Se revolvió sin mucho éxito entre las mantas. «Me canso, me hago pequeño con la nausea», se oyó decir a sí mismo. Continuó: 

«Ailanto, Samuel Belibeth, Nepomuceno, Casuarina, Conejo, Potemkin, Tú...»
  

miércoles, 6 de enero de 2016

La buena muerte



"Perro en el bosque", pintura de Manuel Amigo



 
Sentir la volubilidad de los huesos
 

Su crujir en lo más hondo de tu pozo
 

Vaciar los bolsillos de naderías

Cambiar la sucia tela por cuero peludo
 

Saltar de la cama al sotobosque
 

Dejar atrás un viejo traje
 

Y correr, correr, correr...
 

Olvidando quién fuiste
 

Siendo quien eres
 

Corriendo sin tropezar
 

Sobre troncos olvidados y cauces secretos
 

Buscando un lugar donde dejarte caer en paz
 

Porque mueres, lo sabes
 

Y sabiéndolo sigues corriendo, persiguiendo un digno final
 

Hasta que te rindes en un lecho de hierbas y hormigas

Y tu lengua se congela, y tu corazón deja de bombear

Entonces aparece un último pensamiento, uno feliz:
 

Haber dejado tu cama de satén para como un perro morir.




 

viernes, 1 de enero de 2016

¡Jamás!




Lo encontré allí, de pie, ancho y estático como un buzón. Vestía de domingo, con su mejor ropa, aunque fuese entresemana: pantalones prietos, camisa al límite y chaqueta enana. Su cara esférica sonreía con buena expresión.  Le lancé un educado saludo, él a mí dos. Fue entonces cuando estrechó mi mano y me agasajó como a un buen cristiano. Bebimos y reímos hasta que se hizo tarde y tuve que decir adiós.

     
     —Hasta otra —me despedí estrechándole la mano de nuevo.
     
     —¿Ya te vas, amigo? —preguntó decepcionado, con el cejo fruncido.
     
     —Sí —dije—, se hace tarde.
     
     —Creo que no —Me miró fijamente y añadió—: Tengo tu mano y me alegro de haberla conocido.
     
     —Lo siento pero he de irme —insistí—, ¿la soltarás?

    
      Sus ojos brillaron.

    
     —¡Jamás!







lunes, 16 de noviembre de 2015

Darío



Carlos Gregorio Simon Godoy (Calavera Diablo)


Cada otoño, desde que cumplí la mayoría de edad, tengo una cita en el Depósito de Enseres Impersonales de tío Sabino. Es un pequeño edificio de ladrillo gris, con chimenea y sucios ventanales por los que apenas entra luz. Dentro, dispongo del mobiliario e instrumental necesarios para desempeñar la labor de agente decomisador: estilográfica, guantes, una mesa, una silla, un flexo, una báscula de enseres, una lupa diadema con lente de treinta aumentos, pinzas, una enciclopedia de peritaje y varios cajones de pino para archivar los informes. Al fondo tenemos el horno, un Topf und Söhne para el material sobrante. El método ha sido siempre el mismo: antes de que salga el sol el depósito debe estar listo, luego aprovecho para tomar una taza de café mientras tío Sabino entra en el huerto y elige a la nueva kadosh. Esto siempre es cosa suya y confieso que nunca se me daría igual de bien extender el dedo sobre la multitud y atinar a la primera, no como a él, desde luego, con tantos años de experiencia en horticultura. Tras cortar el tallo de la elegida y llevarla a la cocina, me trae sus pertenencias en una carretilla y las deja caer en el suelo. Hoy el cargamento es singular, muy alejado de los morrales de otros años, llenos de fotografías y recuerdos familiares. Hay una pequeña instantánea de una caléndula, cinco monedas de latón, unos guantes de lana, un par de zapatos, un frasquito con rapé de Nunu y varias canicas de vidrio rosado que rondan los quinientos gramos sobre la bandeja de la báscula. Hasta aquí nada especialmente notorio, pero luego están el astrolabio de cobre, el horoscopio de Apiano, el telescopio reflector, la carta astral y, sobre todo, el diario. Las primeras páginas de éste tampoco se salen de lo normal; menciona las bondades del mes de junio, su temperatura suave, la abundancia de días luminosos en detrimento de las heladas nocturnas, de las que abomina como un brote verde; habla del maitine de los grillos, de la santidad de sus salmos, de la estampida de los conejos cuando truena la pólvora, de las milongas que silba tío Sabino mientras planta fresas y melones. Julio empieza igual, pero señala su pasión por la astronomía, y también un hecho extraordinario que tuvo lugar a mediados del mes. Lo expresa del siguiente modo:



     «Mi telescopio reflector apuntaba hacia la octava esfera, a la constelación de Leo. Observaba por enésima vez su poderoso corazón, que los griegos bautizaron como Basiliskos, una estrella azul que me ha venido sonriendo cada noche desde que me habitué a explorar los cielos. Estaba acostumbrada a su velocidad de rotación, muy superior a la de nuestro sol, y a su silueta achatada, como la de esos limones defenestrados que ruedan por el huerto, pero nunca antes había visto algo parecido a lo que eclipsó de improviso su rostro. Planetoide, lo llaman; yo tendré que buscarle otro nombre. Aquel cuerpo gigantesco se recortó sobre la superficie del corazón leonino durante varias horas. En ese tiempo descubrí que seguía una lenta elipse alrededor de la estrella, también que hay metano y ozono en su atmósfera, y que la superficie verdiazul está llena de huertos en flor. He identificado patatas, pimientos, lechugas, calabazas... Y reían, reían felices. Por la tonalidad del suelo se trata de un lugar rico en nutrientes minerales, mullido, con abundante humus, sin gusanos ni hongos, y con un equilibrio perfecto entre alcalinidad y acidez. Llueve en abundancia y presumo que el aire arrastra polvo de hueso, además de hermosas canciones mil veces mejores que las de tío Sabino, a juzgar por el verdor de las hojas y el color alegre de las cortezas. Me pregunto si habrá sitio para mí allá arriba. Parece que hay sitio de sobra para todos. Tal vez, si lograra desprenderme de mi tallo, echar a volar, dejar atrás el huerto, cruzar las nubes, romper la estratosfera y salir disparada al espacio, sumergirme en una lluvia de rayos cósmicos provenientes de Centauro, girar en el vacío sin más luz que la de nuestro sol, dejarlo atrás como al huerto y seguir girando durante setenta y siete años luz hasta encontrarme con Basiliskos y su planetoide... Tal vez.»



     Durante agosto y septiembre deja bien clara su intención de visitar este nuevo mundo, al que empieza a referirse como Darío: «¿Y qué será de mí ahora que te conozco, ahora que he visto tus huertos y jardines? -escribe en un margen del diario-. Ya no tengo dudas, mi amado Darío, antes de que desaparecieras entre las luminiscencias de la corona solar, me hiciste tuya para siempre». Realiza una serie de cálculos, garabatos inteligibles, orientados supuestamente a prever el momento en que el planetoide volverá a reaparecer sobre la superficie de la lejana estrella azul. También hace los preparativos del viaje; veo algunos bocetos que intentan reflejar lo que parece una especie de vehículo, un traje abocinado hecho de metal, al que pensaba dar forma fundiendo las monedas que tío Sabino iba perdiendo en el huerto. Está sujeto a un tanque de combustible y a unos propulsores con fuerza suficiente para sacarlo de este mundo. Luego se desprenderían y unos motores secundarios moverían el traje a través del cosmos. En el interior se habría dispuesto un tallo de quita y pon, y una cama de tierra con abundante humus; un sistema de regadío por goteo proveería de agua a la viajera durante todo el trayecto, aunque queda por resolver cómo lograría perpetuar este suministro durante los setenta y siete años luz que, calcula, dura el viaje. Quién sabe, si el amor puede convertir a una calabaza en cosmonauta, ¿qué son unas pocas gotas más de agua? En cualquier caso el asunto no pasará de ser una simple anécdota, como lo mío con... da igual, tío Sabino espera y tengo trabajo por hacer.

      Relleno la ficha de la kadosh, como de costumbre. Hace la número setenta y siete; en el huerto su diámetro dio la medida de cuarenta y cinco centímetros, tiene flores de un único sexo y hojas acorazonadas en perfecto estado. La cáscara y el tallo no presentan señales de enfermedad. Por algunos de sus objetos personales y las palabras que escribió en el diario estamos ante una idealista, una soñadora. Tal vez, una enamorada, no sólo del lejano Darío, sino de la misma vida. Presumo que el pastel de este año será exquisito y que tendrá cierto sabor a estrellas.

     Guardo la cartulina en el cajón archivador, aparto las monedas de latón y me hago cargo del resto de objetos. Los introduzco en el hueco del horno. Juntos forman un extraño montón, testigo de una vida igualmente extraña. Dejo el diario para el final. Luego cierro la puerta y activo los quemadores de aceite vegetal. A través del ventanuco veo cómo las llamas se ceban rápidamente con los guantes de lana y los zapatos, cómo convierte las canicas en bolas de obsidiana y deshace el rapé en un fogonazo. El astrolabio y el telescopio humean y se ennegrecen, como edificios post-apocalípticos de hierro y cristal. En cuanto al diario... Lo busco con la mirada, pero ya ha desaparecido.

martes, 15 de septiembre de 2015

El monstruo de Oigreachd




El cielo y la tierra en Oigreachd tienen la solemnidad y el silencio de sus piedras. Una masa plomiza parece envolverlo todo, impidiendo el movimiento, e incluso el transcurrir, de los segundos. Sentado ante aquel estanque de las tierras altas, me parecía estar observando uno de esos cuadros de Albert Bierstadt, llenos de imponencia y humedad, congelados en ese instante negro que precede a la tempestad. Los que me hablaron de aquel lugar ya me habían advertido de sus particularidades; me dijeron que allí no había sido visto jamás un pájaro volando, que la maleza del páramo no crecía de tamaño, que las nubes de tormenta jamás se disipaban ni cambiaban de forma, que no soplaba el aire, que los relojes se detenían... Comprobé esto último mirando el mío; una hora allí sentado y continuaban siendo las dos de la tarde. Devolví mi atención a la superficie del estanque, un inmenso óvalo de estaño, tan quieto y carente de vida como el resto del paisaje. También había oído hablar de él, del demonio que habitaba sus profundidades. Fue el padre Buchanan quien, abriendo las tapas del Magīa Compendium, me leyó el relato de Sir Aelius y el monstruo de Oigreachd: «...Y del fondo del estanque surgió la bestia más terrible de todas, y Sir Aelius supo en aquel instante que ninguna de sus habilidades como caballero podría salvarle de aquellas fauces hambrientas, pues la bestia tenía el poder de convertir la armadura en herrumbre, los músculos en harapos y la piel en pergamino. Nadie puede escapar del monstruo de Oigreachd, ni huyendo en el caballo más rápido, ni ocultándose en la mayor de las fortalezas; sólo al final, en nuestro propio lecho de muerte, seremos capaces de comprender el auténtico alcance de su poder».
     Algo llamó al fin mi atención. Desde que tomé asiento en aquel lugar había venido percibiendo el mismo sonido, una especie de zumbido monótono e infinito, sin altibajos, sin un principio y un final. Era como si el silbido de una brisa incipiente hubiese quedado también atrapado en aquella suerte de ciénaga temporal, empantanado en una nota condenada a perpetuarse de forma eterna. Pero un nuevo sonido rompió la quietud del aire en mil pedazos, un gorgoteo en la superficie del estanque. Las aguas del centro se agitaron, y se sumaron al nuevo universo sonoro que acababa de instaurarse. Burbujeaban, primero de forma tímida, después describiendo una línea que fue acercándose a la orilla con lentitud. ¡Aquella cosa era real!
     Me incorporé al momento, deseoso de satisfacer la curiosidad. Pronto, vi una extraña forma negra que emergía de las aguas, un alto bonete de plumas, distinguido con una insignia dorada que refulgió bajo los rayos del sol. Siguió un rostro blanco e impasible, con unos ojos de cera que miraban sin mirar, y unos labios que insuflaban aire a la boquilla de una gaita cuyos roncones asomaron detrás como el espinazo de un cadáver contrahecho, envueltos en un constante gorgoteo. Ya en la superficie, el agónico lenguaje se volvió música: una melodía triste pero llena de energía. Conforme iba dejando las aguas atrás, vi que vestía una chaqueta oscura y un tartán azulenco que le cruzaba el pecho. Siguió un kilt de color rojo, y unas medias blancas hasta las rodillas; en la de su pierna derecha tenía envainada una pequeña daga con el puño dorado. Por último, unos zapatos negros transportaron la imponente figura del tañedor tierra adentro, en mi dirección. Cuando se detuvo ante mí, sus dedos en el puntero estaban enzarzados en una melodía frenética, un jig que agarraba tu corazón y lo hacía latir el doble de rápido. Nada podía sustraerse a su ritmo; el paisaje entero cobró vida, como llevado de la mano en un baile todopoderoso. La brisa se liberó y echó a correr, las nubes negras flotaron a su aire, mezclándose, deslizándose, vomitando una suave llovizna que  convirtió la faz de la laguna en un espejo estrellado. Miré mi reloj: las agujas giraban de nuevo. Todo cobró vida y, sin embargo, comprendí que precisamente por esto todo iba a morir. Todo iba a desaparecer. Mi reloj se oxidaría, las nubes se marcharían, la vegetación se secaría, la laguna terminaría convirtiéndose en un cenagal lleno de huesos. Mi propio corazón dejaría de latir en el futuro, desgastado, consumido por la música de aquel gaitero infatigable. Supe que si continuaba tocando no dejaría nada en pie, y sin embargo, mis oídos no habían conocido jamás una música como aquella, tan deliciosa, tan necesaria. Cuando dejó de tocar, el paisaje volvió a convertirse en una fotografía. Alcé la cabeza, suplicante.
     —No pare, por favor, siga tocando.
     Sonrió.
     —No he parado, sigo tocando la misma melodía. ¿No la oye? Ya lo hará esta noche, mientras duerme. O mañana, cuando todo esto le parezca sólo un sueño.
     —¿Seguirá tocando para mí?
     —Así es, para todos.
     —¿Cómo es posible?
     —Yo soy el monstruo.
     Dicho esto, dio media vuelta y regresó a las aguas del estanque, que acabaron devorando las plumas de su bonete, borrando todo rastro de él. ¿Todo? No. Al levantarme y dar la espalda a la orilla, mientras me alejaba  en el páramo, recordé las palabras que me leyó el padre Buchanan: «Sólo al final, en nuestro propio lecho de muerte, seremos capaces de comprender el auténtico alcance de su poder».