viernes, 1 de enero de 2016

¡Jamás!




Lo encontré allí, de pie, ancho y estático como un buzón. Vestía de domingo, con su mejor ropa, aunque fuese entresemana: pantalones prietos, camisa al límite y chaqueta enana. Su cara esférica sonreía con buena expresión.  Le lancé un educado saludo, él a mí dos. Fue entonces cuando estrechó mi mano y me agasajó como a un buen cristiano. Bebimos y reímos hasta que se hizo tarde y tuve que decir adiós.

     
     —Hasta otra —me despedí estrechándole la mano de nuevo.
     
     —¿Ya te vas, amigo? —preguntó decepcionado, con el cejo fruncido.
     
     —Sí —dije—, se hace tarde.
     
     —Creo que no —Me miró fijamente y añadió—: Tengo tu mano y me alegro de haberla conocido.
     
     —Lo siento pero he de irme —insistí—, ¿la soltarás?

    
      Sus ojos brillaron.

    
     —¡Jamás!







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