martes, 18 de agosto de 2015
domingo, 9 de agosto de 2015
Ahí donde la ven
Ahí donde la ven, Carmela fue una
gran señora. Tenía una pensión de las que salvan vidas por encima del hombro,
esas que compran juguetes por navidad y llenan frigoríficos dickensianos. A su
edad era cuanto le quedaba, supongo que el único modo que tenía de estar. Pero
su generosidad era siciliana, flotaba como el aceite de oliva y te compraba.
Todavía recuerdo aquel discurso suyo en la escalera, escupiendo con el anular
de la mano sobre la figura aplastada de un parado de larga duración cuyo
estómago había llenado más de una vez: «¡Escúchame bien, Salvador! ¡Rata
desagradecida! ¡Sabes bien que tus hijos han comido gracias a mí! ¡Que los he
vestido! ¡Que han tenido reyes porque me preocupé de que así fuese! ¡Los vecinos
deben saberlo, deben saber que la pasada Nochebuena tu familia se hartó de
langostinos a mi costa y que ahora te niegas a hacerme unos recados!».
Tras la reprimenda, Salvador, avergonzado, con una M de mantenido en el hombro,
perseguido por el sadismo miserable y ocioso de los vecinos, se refugió en su
casa y cerró la puerta. Un año después, pocos días antes de Nochebuena, Carmela
sufrió un ataque y amaneció tiesa. Bajaron el cajón de fibra —tan impersonal
como una caja de frutas— por las escaleras y nadie volvió a verla nunca más.
Esa misma semana coincidí con Salvador. La M casi había desaparecido y, por el
modo en que se refirió a la anciana, el rencor también: «Pobre mujer, en
la cámara frigorífica como un montón de langostinos, con lo que ella era,
porque ahí donde la ven, Carmela fue una gran señora».
jueves, 9 de julio de 2015
El amor de las piedras
![]() |
"El amor de las piedras": trabajo en acuarela y tinta china de Laura López |
Recorriendo
el viejo ramal ferroviario que unía las minas del Cerro del Hierro, en la
sierra de Cazalla, con tierras extremeñas —convertido hoy en una vía natural
para excursionistas, un vergel repleto de encinas, olmos y altos pinos—, decidí
hacer una parada en el camino para descansar, poco antes de llegar al punto
conocido como Cordel de las Merinas. Aquí, un puente de piedra sortea a muy
poca altura el caudal del Huéznar, por lo que pude tomar asiento y descolgar
las piernas hasta casi tocar el torrente con la punta de los pies. Hacía calor,
y agradecí el frescor del agua. Tampoco tenía prisa por reemprender la marcha;
el lugar invitaba a ser observado con detenimiento. El blanco de la madreselva,
encendido por los rayos del sol, la cortinilla verde de los sauces, el vuelo de
los mosquitos, convertidos en luceros del mediodía, el agua saltando sobre las
piedras que pueblan el lecho del río, su música..., ante esto uno sólo puede
tomar asiento, mirar y sentirse como un invitado agradecido, tal y como hice.
El tiempo pasó sin hacer ruido, convertido en una ensoñación más de aquel
lienzo fabuloso, y sólo al declinar la luz del sol, supe que las horas se me
habían echado encima. Hice entonces el intento de marcharme, pero una visión me
lo impidió. Creí que se trataba de un simple efecto de la luz sobre la
superficie ondulada del río, una de esas imprecisiones que a veces nos asaltan
fugazmente por el rabillo del ojo, y que se marchan casi siempre de forma
anónima, pero no, realmente algo se había movido allá abajo, en el sedimento.
Una piedra. Y no era la única. Varias piedras más comenzaron a deslizarse bajo
el agua, como una colonia de enormes crustáceos. Las seguí con la mirada, una
por una, mientras se acercaban de forma perezosa a la orilla y subían a tierra
firme. Descubrí que disponían de diez patas perfectamente articuladas, y de un
orificio apenas visible que bien podía ser la boca. Ya sobre el musgo de
la orilla, iniciaron un extraño baile; giraron las unas alrededor de las otras,
con las patas delanteras —aquellas cercanas a la "boca"— alzadas al
modo en que danzan los escorpiones, mientras chocaban torpemente sus cuerpos
entre sí. El golpeteo de las piedras fue subiendo en intensidad, cobrando
cierto aire armonioso, semejante a una de esas jacarillas para castañuela que
en tiempos compuso el maestro Santiago de Murcia, y que invitaban a la sonrisa.
¡Vivían! ¡Bailaban! ¡Y celebraban el amor! Luego, una de ellas se alzó sobre su
compañera, triunfante, y la poseyó. Las demás también buscaron pareja, y convirtieron la orilla en un paisaje amatorio imposible de olvidar. El rumor de la piedra
contra la piedra dio paso a la canción más hermosa que he oído jamás, pues las
piedras no sólo bailan y aman, también cantan, y de qué manera. Un inmaculado
coro de voces se alzó desde la orilla y me envolvió: ¿se puede querer tanto?
Aquella canción hablaba de un amor eterno, resistente a la erosión del agua o
del aire, a los rayos, a la lenta ponzoña de los siglos. Me estremecí, dichoso
de conocer la existencia de semejante cuantía.
Desde entonces, algunas tardes, cuando de repente callan las ranas o cae el aire, y del silencio surge la extraordinaria copla de las amantes, vuelvo a sonreír, y si mi espíritu está maltrecho por una decepción, si ha vivido recientemente los amargores del desamor, renace esperanzado, al recordar aquel lecho bajo el puente, el frescor de sus aguas, la jácara de sus piedras, su canto y su amor eterno.
Desde entonces, algunas tardes, cuando de repente callan las ranas o cae el aire, y del silencio surge la extraordinaria copla de las amantes, vuelvo a sonreír, y si mi espíritu está maltrecho por una decepción, si ha vivido recientemente los amargores del desamor, renace esperanzado, al recordar aquel lecho bajo el puente, el frescor de sus aguas, la jácara de sus piedras, su canto y su amor eterno.
martes, 19 de mayo de 2015
Tartine de pólvora
En la mesa de Assetou había miel, paté, mantequilla, queso azul y mermelada de manzana. También, algo más apartadas, algunas rebanadas de pan dulce, listas para ser untadas. Ese, precisamente, era el plan, la tartine de Assetou; ¿llevaría finas hierbas? ¿Salmón? ¿Frutos secos? ¿Una fresa?... Los ojos del glotón corrían sobre la madera como dos arañas de recebo, clavando sus colmillos aquí y allá.
Por fin se decidió; dejó la silla y caminó hacia el pan, con una idea definida de lo que éste llevaría encima, sin dejar de deleitarse. Pero entonces tropezó —¡maldita pata de la mesa!—, dio cabriola y media en el aire y como el que no quiere la cosa acabó sentado en una silla borgoñona, en la ciudad de Chalon-sur-Saône.
—¿Te has decidido ya?
Assetou no supo qué contestar; a su repentino interlocutor no parecía preocuparle el tartine. Tenía el rostro famélico, sucio, y unos ojos oscuros que nada podían entender de recetas y sabores. Por momentos, Assetou temió encontrarse ante un asesino. Quiso explicar que se había levantado sólo para coger un poco de pan, que tras mucho pensar tenía claro los ingredientes del bocado, pero el extraño continuaba empeñado en que debía decidirse.
—Acero o pólvora, tú decides.
Entonces comprobó que no estaba solo; detrás de él había una fila de individuos malcarados que aguardaban con impaciencia su turno para elegir.
«La pólvora es como la pimienta», pensó en voz alta, y se vio con un mosquetón en las manos, una cartuchera al hombro, y empujado hacia la puerta de salida. Fuera había un barrizal maloliente, con varios cerdos hocicando (¡bacon de vacaciones!), y un grupo de hombres armados que formaban ante un individuo con una sopera en la cabeza. ¡No, era un antiguo casco de arcabuzero!
—¡Amigos! —gritó—, ¡vamos a darle su merecido a ese desalmado de Turgot, y a la horda de ladrones que roban el pan de nuestra mesa!
«¡Sí!», gritaron todos, y alzaron las armas.
—¡Hoy haremos una visita al gordo Diddier, cuyo molino ha duplicado el precio de la harina en sólo unos días! ¡Le haremos entrar en razón!
—¡El viejo Diddier no vive solo! —advirtió alguien entre la tropa— ¡Su mujer y sus hijos le acompañan en todo momento!
—¡Se apartarán! —respondió el otro con seguridad.
—¿Y si no lo hacen?
—¡Acero o pólvora, amigos míos, acero o pólvora!
«¡Acero o pólvora!», gritaron todos.
—¡Bien, ha llegado el momento! ¡Esta noche, vuestros hijos dormirán con el estómago lleno! ¡Seguidme!
Assetou fue arrastrado por aquel ejército de hambrientos. Trastabillando con el mosquetón entre sus manos, sin saber cómo terminaría todo, exclamó:
—¡Amigos, yo no sé disparar! ¡Dejadme volver a mi mesa!
Pero el cabecilla de la revuelta, que escuchó sus palabras, se le acercó, colocó una mano sobre su hombro y con la otra señaló hacia el molino blanco que braceaba en la campiña. Las armas ya habían empezado a tronar, y se oían algunos gritos de hombre, mujer y niño. En algún lugar un cristal se hizo añicos, y la tela de uno de los brazos giratorios bailaba movida por el aire, como una bandera rota.
«La pólvora es como la pimienta», pensó en voz alta, y se vio con un mosquetón en las manos, una cartuchera al hombro, y empujado hacia la puerta de salida. Fuera había un barrizal maloliente, con varios cerdos hocicando (¡bacon de vacaciones!), y un grupo de hombres armados que formaban ante un individuo con una sopera en la cabeza. ¡No, era un antiguo casco de arcabuzero!
—¡Amigos! —gritó—, ¡vamos a darle su merecido a ese desalmado de Turgot, y a la horda de ladrones que roban el pan de nuestra mesa!
«¡Sí!», gritaron todos, y alzaron las armas.
—¡Hoy haremos una visita al gordo Diddier, cuyo molino ha duplicado el precio de la harina en sólo unos días! ¡Le haremos entrar en razón!
—¡El viejo Diddier no vive solo! —advirtió alguien entre la tropa— ¡Su mujer y sus hijos le acompañan en todo momento!
—¡Se apartarán! —respondió el otro con seguridad.
—¿Y si no lo hacen?
—¡Acero o pólvora, amigos míos, acero o pólvora!
«¡Acero o pólvora!», gritaron todos.
—¡Bien, ha llegado el momento! ¡Esta noche, vuestros hijos dormirán con el estómago lleno! ¡Seguidme!
Assetou fue arrastrado por aquel ejército de hambrientos. Trastabillando con el mosquetón entre sus manos, sin saber cómo terminaría todo, exclamó:
—¡Amigos, yo no sé disparar! ¡Dejadme volver a mi mesa!
Pero el cabecilla de la revuelta, que escuchó sus palabras, se le acercó, colocó una mano sobre su hombro y con la otra señaló hacia el molino blanco que braceaba en la campiña. Las armas ya habían empezado a tronar, y se oían algunos gritos de hombre, mujer y niño. En algún lugar un cristal se hizo añicos, y la tela de uno de los brazos giratorios bailaba movida por el aire, como una bandera rota.
—¡Allí, Assetou, mira bien, allí está tu pan!
sábado, 11 de abril de 2015
Antología Dissident Tales - La Revista
Un año de "Dissident Tales - La Revista" puede celebrarse de muchos modos: láudano, vino, cerveza, ginebra, cannabis, sexo... Pero lo apropiado es celebrarlo con un poco de lectura, con una selección de relatos que resuman este loco año de fantasías escritas. Adelante, tomad el imposible que más os guste y brindad por otro año disidente.
Disienta gratis en este enlace: Antología Dissident Tales - La Revista
domingo, 1 de marzo de 2015
Viaje al país de las galletas de acero
Viaje al país de las galletas de acero es una antología gratuita de pequeños trabajos, todos del tamaño de una galleta, todos tan antiguos como la Bis Coctum de Marco Gavio Apicio, dulces, duros, amargos... Perfectos para acompañar con un buen té o un poco de chocolate. Es un territorio vasto y poco explorado y seguramente necesitaré de un "Regreso al país de las galletas de acero" (mucho más grande y ambicioso) para completar esta colección de pequeñeces. Si desean iniciar el viaje, sólo tienen que pinchar aquí:
sábado, 7 de febrero de 2015
Al-Jazari
![]() |
"Al-Jazari, la primera conciencia" por AnHer |
Al-Jazari no nació; estaba
Plomo, cobre, hierro, acero, silicio... Jamás fueron ensamblados
Su motor de combustión siempre
empujó pistones
Y el cristal de sus sensores
vino de reflejar la formación de las estrellas
Al-Jazari se supo el primero
en conocer la conciencia
Sus circuitos integrados salieron
del protocosmos no consciente que precedió al Big Bang
Así como su cableado, sus chips y sus
algoritmos genéticos
La radiación cósmica de una
supernova lo lanzó a través del espacio
Al-Jazari viajó entre
nebulosas de azufre e hidrógeno
Atravesó corrientes solares
y admiró aquel espectáculo grandioso
Un espectáculo en su honor,
dedicado a la primera conciencia
Llenó su disco duro sin
mesura, de ondas gravitatorias, neutrinos y suvenires gaseosos
Finalmente se plantó en un
mundo de piedra y agua
Hundió sus patas en el
turbio elemento y escaneó el fondo con las
luces del CCD
Oxígeno, nitrógeno, hidrógeno, carbono, arzadán y umma
Al-Jazari soñó entonces con
una conciencia no nacida, que no estaba, una nueva conciencia de carne y hueso.
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