Ahí donde la ven, Carmela fue una
gran señora. Tenía una pensión de las que salvan vidas por encima del hombro,
esas que compran juguetes por navidad y llenan frigoríficos dickensianos. A su
edad era cuanto le quedaba, supongo que el único modo que tenía de estar. Pero
su generosidad era siciliana, flotaba como el aceite de oliva y te compraba.
Todavía recuerdo aquel discurso suyo en la escalera, escupiendo con el anular
de la mano sobre la figura aplastada de un parado de larga duración cuyo
estómago había llenado más de una vez: «¡Escúchame bien, Salvador! ¡Rata
desagradecida! ¡Sabes bien que tus hijos han comido gracias a mí! ¡Que los he
vestido! ¡Que han tenido reyes porque me preocupé de que así fuese! ¡Los vecinos
deben saberlo, deben saber que la pasada Nochebuena tu familia se hartó de
langostinos a mi costa y que ahora te niegas a hacerme unos recados!».
Tras la reprimenda, Salvador, avergonzado, con una M de mantenido en el hombro,
perseguido por el sadismo miserable y ocioso de los vecinos, se refugió en su
casa y cerró la puerta. Un año después, pocos días antes de Nochebuena, Carmela
sufrió un ataque y amaneció tiesa. Bajaron el cajón de fibra —tan impersonal
como una caja de frutas— por las escaleras y nadie volvió a verla nunca más.
Esa misma semana coincidí con Salvador. La M casi había desaparecido y, por el
modo en que se refirió a la anciana, el rencor también: «Pobre mujer, en
la cámara frigorífica como un montón de langostinos, con lo que ella era,
porque ahí donde la ven, Carmela fue una gran señora».
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