miércoles, 1 de junio de 2016

Adiós Kansas







Saliendo de Kansas, a menos de un día de Oz, detuve mi caballo junto a las aguas de un riachuelo y descansé del viaje. En el zurrón llevaba algo de carne seca y un pedazo de pan. Después de comer, aproveché para limpiar el pacificador. Jamás lo había usado, pero dicen que  siempre hay una primera vez para todo y el cuándo es una incógnita. Estaba feliz; dejar Kansas era dejar las ratas del cobertizo, la fiebre del oro, el barro de las calles y la mierda congelada en invierno. Oz, en cambio... Pero mi caballo alzó la cabeza en ese instante y tumbó las orejas hacia atrás, alertado por algo; dejé de sonreír. Supe que era mejor continuar el viaje cuanto antes. Me levanté con el zurrón de nuevo al hombro y caminé hacia mi montura. «¡Alto!», me gritó alguien. A menos de veinte metros, un hombrecillo de constitución obesa y expresión estúpida permanecía sobre su caballo, un pobre jamelgo vencido por las circunstancias. Conocía a aquel tipo, se trataba de Tony Jabalí Loco,  un sheriff con bastante mala fama.
     —¡Quieto ahí, mequetrefe! —repitió, y sacó de su alforja una oxidada carabina que apuntó hacía mí. 
     —¿Se puede saber qué he hecho? — pregunté. 
     —Pregunta mejor qué no has hecho, hijo.
     Escupió tabaco de mascar al suelo e hizo una pequeña pausa, tal vez, a tenor de su atontada expresión, mientras recapacitaba sobre el significado de sus propias palabras. 
     —¿Y qué he hecho?
     —¡Por todos los diablos! —Volvió a escupir—. ¿Que qué has hecho? —Escupió de nuevo—. Eso lo sabe cualquiera —Escupió una vez más—. ¡Que qué he hecho, dice! ¿Acaso el zumo de tarántula te ha jodido los sesos? —Volvió a hacerlo, manchándose esta vez la barbilla—. Hijo, has cometido todos los delitos habidos y por haber —Se limpió  con un pañuelo, sonó sus narices con él y lo introdujo en un bolsillo del minúsculo chaleco que vestía. 
     —Usted dirá.
     Tony Jabalí Loco resopló.
     —Está claro. ¿Por qué si no quieres dejar el estado?
     —¿Y por qué no? Estoy en mi derecho.
     —¿Acaso huyes de algo?
     —No, simplemente voy a donde quiero.
    —Cuéntale esa patraña a otro, hijo. Mira, ¿ves esta placa?, aquí soy la ley, la he sido durante mucho tiempo y a la ley no se la engaña. Sí, huyes de algo. Huelo a un criminal de lejos.
     —No he cometido ningún delito.
     —No es eso lo que dicen en Wickerman. Aseguran que debes dinero a una dama.
     —Es falso.
     —La zorra en cuestión asegura que te puso una pierna encima y besó tu frente. Que la rechazaste y te fuiste sin pagar.
     —Los salones no son lo mío. No pedí su pierna, y tampoco su beso.
     —Valiente caballero —Escupió a mis pies—, a una puta no se le dice que no. 
     —Yo lo hice.
    —Claro, por eso yo estoy aquí, apuntándote, y tú ahí abajo, mirándome con cara de corderito. Dime, ¿por qué Oz? ¿Acaso eres afeminado?
     —¿Afeminado?
     —Sólo un idiota afeminado le diría que no a una puta y querría ir a Oz. Ahí tienes otro delito: ¡homosexual! Hijo, estás de mierda hasta el cuello; en mi estado no permitimos esas perversiones.
     —No pienso defenderme de una acusación como esa.
     Rio. Su papada se agitó como el queso fresco.

     —No podrías. Sé muy bien lo que eres. También sé que eres un asesino.
     —Jamás he matado a nadie. 
     —Eres muy capaz. Sí, ya lo creo, lo veo en tus ojos. ¿Sabes?, apostaría todo lo que tengo a que lo has heredado de tu familia. Seguro que tienes antepasados homosexuales y asesinos.
     —Oiga, deje a mi familia en paz.
    Empuñó significativamente el rifle.
     —¡O qué! ¡Aquí mando yo, hijo! ¡Creí que te había quedado claro!
     —Insultar a la familia es una mala costumbre, incluso en Kansas.
     —¿Estás argumentando en mi contra o me lo parece? Encima te resistes a la autoridad, ¿eh?, muy bonito, muy bonito, exiges respeto y cuestionas la palabra de un agente de la ley. ¡Eres lo peor! ¿Pero qué clase de educación te han dado tus padres, muchacho? ¿Qué clase de familia tienes?
     —Ahora subiré a mi caballo, le daré la espalda y me marcharé. ¿De acuerdo?
     —De eso nada. Tú te quedas aquí. Eres un criminal, ¿recuerdas? Debes dinero a una puta, eres homosexual y un asesino como toda tu asquerosa familia.
     Mi mano se movió sola hacia el pacificador, pero me contuve en el último instante.
     —¿Ibas a hacer algo o sólo me lo ha parecido? ¿Qué guardas ahí atrás? ¿Un par de zapatos plateados? ¿Un poema? ¿Un cuchillo? ¡Habla! ¡Maldito sarasa asesino!
     —Nada.
     —¡Ja! ¡Encima cobarde! Quieto ahí, que de esta no sales. Sé muy bien que tienes una horda de hermanos bastardos repartidos por todo el país. Tu padre ha estado muy entretenido, ¿cierto? Alguien tan ocupado no ha podido educar a sus hijos como es debido. Eso lo explicaría todo.
     Los dedos aletearon en la culata de mi revólver. Deseé meter una bala en mitad de aquel rostro fofo y degenerado. Borrarlo para siempre de la faz de la tierra.
     —Hazlo y estarás perdido. Vuelve a tocar esa arma que llevas escondida en tu espalda y Oz será sólo un sueño. Con este de aquí —Y acarició como a un amigo el herrumbroso cañón de la carabina— he matado tantos búfalos como años tiene mi madre, y ninguno necesitó más de una bala. También he limpiado el estado de mariquitas como tú, de africanos y alienígenas. Créeme, no hay nadie mejor que yo disparando con el rifle.
     Se hizo el silencio. Un silencio pesado e insalubre, manchado por lo insultos y obscenidades que había lanzado aquella cosa con placa. Escupió más tabaco, yo tragué saliva, el cañón de su arma amenazó con convertirse en su próxima palabra. Cerré los ojos.
     —Claro que podemos hacer un trato —añadió sorpresivamente.
     —¿Un trato?
     —Sí. Soy un hombre justo y flexible. Y siempre doy una oportunidad al criminal de redimir sus pecados.
     —No entiendo.
     —Bien —Bajó el arma, y sus ojos empezaron a vagar nerviosos de un lado para otro, asegurándose de que no había nadie más en las inmediaciones—, te doy la oportunidad de quedar libre, si haces algo por mí.
     —¿De qué se trata?
     —Antes tienes que aceptar.
     —No puedo aceptar un trato sin saber de qué se trata.
     —Esta vez tendrás que hacer una excepción, hijo. Trato o plomo. Tú decides.
     Tragué saliva de nuevo.
     —Trato.
El rostro de Jabalí Loco se abrió en una sonrisa abyecta, trufada de dientes negros y podridos.
     —Buen chico. Verás, hijo, los hombres como yo llevamos una vida muy solitaria en la frontera, y la soledad en exceso es mala. Sabe Dios que si veo a dos hombres fornicando en el pueblo los lleno de balazos. Esas cosas deben hacerse bien lejos, en el campo, donde no se moleste a nadie.
     —Sheriff, ¿a dónde quiere ir a parar?
     Tosió, como si intentase solapar lo que estaba a punto de decir.
     —Quiero que me hagas un pequeño arreglo.
     —¿Cómo dice?
     Tosió otra vez.
     —Un pequeño arreglo.
     —Perdone, creo no haber entendido bien.
     —¡Un arreglito, maldita sea! ¡Que me limpies el sable de caballería!
     Mis tripas se revolvieron. El deseo de acabar con aquella criatura envilecida fue superado por el de vomitar.
     —¡Jamás! —contesté decidido.
     —¿Jamás? ¡Mariposa insolente! Has hecho un trato y no puedes romperlo.
     —Me importa una mierda ese trato. No lo haré.
      Un resplandor furioso recorrió su rostro y volvió a apuntarme con la carabina.
     —Oh, interesante, le debes dinero a una puta, eres homosexual, un asesino y ahora incumples un trato. Sí, muy interesante. Acabas de condenarte, muchacho.
     Estaba dispuesto a utilizar el pacificador. Pero el sheriff ya tenía la carabina lista para disparar, contaba con esa ventaja y no la desaprovechó. Apretó el gatillo antes de que tuviese tiempo de defenderme. La detonación casi me dejó sordo. Caí de espaldas y me di por muerto. Luego abrí los ojos; estaba inmerso en una nube de humo. Poco a poco empezó a disiparse, y pude ver el cuerpo de Jabalí Loco, despatarrado en el suelo como una gorda muñeca de trapo junto a los restos humeantes y retorcidos de la carabina. Su jamelgo había escapado, asustado por el estruendo de la explosión. Su cabeza también. Me pregunté desde cuándo no limpiaba aquella arma suya, con la sangre de tantos búfalos, mariquitas, africanos y alienígenas a sus espaldas. Demasiado tiempo, tal vez.
     Me incorporé y sacudí el polvo de mis ropas. Sostuve el pacificador en mi mano un instante, antes de arrojarlo bien lejos a las aguas del río; ¡odio las armas de fuego! Luego me reuní con mi caballo, lo desaté y galopé hacia el ocaso, en dirección a Oz, lejos de las ratas del cobertizo, la fiebre del oro, el barro de las calles y la mierda congelada en invierno.

   

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