Desperté en la playa, con los pies dentro del agua y el rostro hundido en la arena. Estaba exhausto, pero no sólo por haber estado a punto de morir. Aquella noche había hecho la carrera de mi vida: al menos mil metros en menos de dos minutos, mar adentro, después de que la bodega del balandrajo en el que viajaba se anegara de agua. Nunca aprendí a nadar cuando tuve la oportunidad, motivo que me empujó a darme el pésame en la primera oscilación del casco, sin darle más vueltas al asunto. Era mi final y lo acepté: algunos mueren por no coger un barco y otros por todo lo contrario. Entonces llegaron, a cientos. Convirtieron el lugar en una sopa de espuma. Tuve oportunidad de verlos porque no me hundí; descubrí que pataleaba sobre una superficie sólida, una alfombra viscosa de aletas y escamas, tal era el número de escualos que se había congregado alrededor de mis jarretes en apenas unos segundos. No sabía nadar, pero sí correr, y eso fue lo que hice. Salí disparado en dirección a la playa, sin mirar atrás, con la convicción de que aquel suelo selaciforme se desharía antes o después y me precipitaría al mar. Recuerdo mis gritos poco antes de saltar a la orilla: «¡Más tiburones! ¡Más tiburones!».
lunes, 6 de junio de 2016
miércoles, 1 de junio de 2016
Adiós Kansas
Rio. Su papada se agitó como el queso fresco.
—Oiga, deje a mi familia en paz.
Empuñó significativamente el rifle.
—¡O qué! ¡Aquí mando yo, hijo! ¡Creí que te había quedado claro!
—Insultar a la familia es una mala costumbre, incluso en Kansas.
—¿Estás argumentando en mi contra o me lo parece? Encima te resistes a la autoridad, ¿eh?, muy bonito, muy bonito, exiges respeto y cuestionas la palabra de un agente de la ley. ¡Eres lo peor! ¿Pero qué clase de educación te han dado tus padres, muchacho? ¿Qué clase de familia tienes?
—Ahora subiré a mi caballo, le daré la espalda y me marcharé. ¿De acuerdo?
—De eso nada. Tú te quedas aquí. Eres un criminal, ¿recuerdas? Debes dinero a una puta, eres homosexual y un asesino como toda tu asquerosa familia.
Mi mano se movió sola hacia el pacificador, pero me contuve en el último instante.
—¿Ibas a hacer algo o sólo me lo ha parecido? ¿Qué guardas ahí atrás? ¿Un par de zapatos plateados? ¿Un poema? ¿Un cuchillo? ¡Habla! ¡Maldito sarasa asesino!
—Nada.
—¡Ja! ¡Encima cobarde! Quieto ahí, que de esta no sales. Sé muy bien que tienes una horda de hermanos bastardos repartidos por todo el país. Tu padre ha estado muy entretenido, ¿cierto? Alguien tan ocupado no ha podido educar a sus hijos como es debido. Eso lo explicaría todo.
Los dedos aletearon en la culata de mi revólver. Deseé meter una bala en mitad de aquel rostro fofo y degenerado. Borrarlo para siempre de la faz de la tierra.
—Hazlo y estarás perdido. Vuelve a tocar esa arma que llevas escondida en tu espalda y Oz será sólo un sueño. Con este de aquí —Y acarició como a un amigo el herrumbroso cañón de la carabina— he matado tantos búfalos como años tiene mi madre, y ninguno necesitó más de una bala. También he limpiado el estado de mariquitas como tú, de africanos y alienígenas. Créeme, no hay nadie mejor que yo disparando con el rifle.
Se hizo el silencio. Un silencio pesado e insalubre, manchado por lo insultos y obscenidades que había lanzado aquella cosa con placa. Escupió más tabaco, yo tragué saliva, el cañón de su arma amenazó con convertirse en su próxima palabra. Cerré los ojos.
—Claro que podemos hacer un trato —añadió sorpresivamente.
—¿Un trato?
—Sí. Soy un hombre justo y flexible. Y siempre doy una oportunidad al criminal de redimir sus pecados.
—No entiendo.
—Bien —Bajó el arma, y sus ojos empezaron a vagar nerviosos de un lado para otro, asegurándose de que no había nadie más en las inmediaciones—, te doy la oportunidad de quedar libre, si haces algo por mí.
—¿De qué se trata?
—Antes tienes que aceptar.
—No puedo aceptar un trato sin saber de qué se trata.
—Esta vez tendrás que hacer una excepción, hijo. Trato o plomo. Tú decides.
Tragué saliva de nuevo.
—Trato.
El rostro de Jabalí Loco se abrió en una sonrisa abyecta, trufada de dientes negros y podridos.
—Buen chico. Verás, hijo, los hombres como yo llevamos una vida muy solitaria en la frontera, y la soledad en exceso es mala. Sabe Dios que si veo a dos hombres fornicando en el pueblo los lleno de balazos. Esas cosas deben hacerse bien lejos, en el campo, donde no se moleste a nadie.
—Sheriff, ¿a dónde quiere ir a parar?
Tosió, como si intentase solapar lo que estaba a punto de decir.
—Quiero que me hagas un pequeño arreglo.
—¿Cómo dice?
Tosió otra vez.
—Un pequeño arreglo.
—Perdone, creo no haber entendido bien.
—¡Un arreglito, maldita sea! ¡Que me limpies el sable de caballería!
Mis tripas se revolvieron. El deseo de acabar con aquella criatura envilecida fue superado por el de vomitar.
—¡Jamás! —contesté decidido.
—¿Jamás? ¡Mariposa insolente! Has hecho un trato y no puedes romperlo.
—Me importa una mierda ese trato. No lo haré.
Un resplandor furioso recorrió su rostro y volvió a apuntarme con la carabina.
—Oh, interesante, le debes dinero a una puta, eres homosexual, un asesino y ahora incumples un trato. Sí, muy interesante. Acabas de condenarte, muchacho.
Estaba dispuesto a utilizar el pacificador. Pero el sheriff ya tenía la carabina lista para disparar, contaba con esa ventaja y no la desaprovechó. Apretó el gatillo antes de que tuviese tiempo de defenderme. La detonación casi me dejó sordo. Caí de espaldas y me di por muerto. Luego abrí los ojos; estaba inmerso en una nube de humo. Poco a poco empezó a disiparse, y pude ver el cuerpo de Jabalí Loco, despatarrado en el suelo como una gorda muñeca de trapo junto a los restos humeantes y retorcidos de la carabina. Su jamelgo había escapado, asustado por el estruendo de la explosión. Su cabeza también. Me pregunté desde cuándo no limpiaba aquella arma suya, con la sangre de tantos búfalos, mariquitas, africanos y alienígenas a sus espaldas. Demasiado tiempo, tal vez.
Me incorporé y sacudí el polvo de mis ropas. Sostuve el pacificador en mi mano un instante, antes de arrojarlo bien lejos a las aguas del río; ¡odio las armas de fuego! Luego me reuní con mi caballo, lo desaté y galopé hacia el ocaso, en dirección a Oz, lejos de las ratas del cobertizo, la fiebre del oro, el barro de las calles y la mierda congelada en invierno.
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