martes, 18 de agosto de 2015
domingo, 9 de agosto de 2015
Ahí donde la ven
Ahí donde la ven, Carmela fue una
gran señora. Tenía una pensión de las que salvan vidas por encima del hombro,
esas que compran juguetes por navidad y llenan frigoríficos dickensianos. A su
edad era cuanto le quedaba, supongo que el único modo que tenía de estar. Pero
su generosidad era siciliana, flotaba como el aceite de oliva y te compraba.
Todavía recuerdo aquel discurso suyo en la escalera, escupiendo con el anular
de la mano sobre la figura aplastada de un parado de larga duración cuyo
estómago había llenado más de una vez: «¡Escúchame bien, Salvador! ¡Rata
desagradecida! ¡Sabes bien que tus hijos han comido gracias a mí! ¡Que los he
vestido! ¡Que han tenido reyes porque me preocupé de que así fuese! ¡Los vecinos
deben saberlo, deben saber que la pasada Nochebuena tu familia se hartó de
langostinos a mi costa y que ahora te niegas a hacerme unos recados!».
Tras la reprimenda, Salvador, avergonzado, con una M de mantenido en el hombro,
perseguido por el sadismo miserable y ocioso de los vecinos, se refugió en su
casa y cerró la puerta. Un año después, pocos días antes de Nochebuena, Carmela
sufrió un ataque y amaneció tiesa. Bajaron el cajón de fibra —tan impersonal
como una caja de frutas— por las escaleras y nadie volvió a verla nunca más.
Esa misma semana coincidí con Salvador. La M casi había desaparecido y, por el
modo en que se refirió a la anciana, el rencor también: «Pobre mujer, en
la cámara frigorífica como un montón de langostinos, con lo que ella era,
porque ahí donde la ven, Carmela fue una gran señora».
lunes, 3 de agosto de 2015
Señor Croac
Todo experimento se fundamenta en una hipótesis, y la mía se presentó viendo vomitar al conde de Harsányi durante la fiesta de compromiso que dio en su hacienda de Parnopio. La encontré saltando entre cascadas espumosas de Pernod-Ricard y un Dalmore cincuentón, con sus ancas verdes y aquella mirada alcohólica-lasciva; una cría de rana, pequeña y destartalada, que salió por la garganta de mi ilustre amigo cuando éste estaba a punto de concluir su parrafada:
«¿Casarme yo? —Rió—, ¿Y dar la espalda a la vida? —Volvió a reír—, esa estúpida que llora ahí dentro puede irse a la mierda. —La risa continuó, acompañada de tos y un leve tambaleo—. ¿Acaso no ve que siendo honesto con ella estoy haciéndole un favor? Porque un Harsányi siempre dice la verdad, un Harsányi no jugaría con ninguna mujer, un Harsányi es un perfecto...»
¡Y saltó la rana croando!
Yo, que vi al momento el potencial, me hice cargo de ella y la metí en un frasco. Tenía mi hipótesis y la desarrollaría en secreto. Hoy sólo puedo felicitarme por tomar aquella decisión. Al señor Croac, como lo bauticé, le sentaron de maravilla los oxford bags, los zapatos monk y la camisa blanca de algodón, entallada hasta el cuello con pajarita prusiana. El fajín negro brillante y la chaqueta azul medianoche no habrían encontrado mejor percha en un millón de años, ni mano más orgullosa el puño de su bastón, uno de esos sediciosos exclusivos que proyectan la sombra del emperador. Muy guapo, sí señor. ¡Quién lo iba a decir, siendo el croar un vibrato de charca! Y qué andares, qué prestancia, qué manera de pasear la distinción. No era muy difícil imaginarlo bailar el fox-trot ¡Diablos! ¡Conquistando la sala con medio paso! Me despedí de él recordando sus primeras y únicas palabras, que completaban las de mi amigo: «...un perfecto caballero». Adiós señor Croac, páselo bien, la noche es suya, sus corazones también. Haga lo que bien sabe hacer.
Yo, que vi al momento el potencial, me hice cargo de ella y la metí en un frasco. Tenía mi hipótesis y la desarrollaría en secreto. Hoy sólo puedo felicitarme por tomar aquella decisión. Al señor Croac, como lo bauticé, le sentaron de maravilla los oxford bags, los zapatos monk y la camisa blanca de algodón, entallada hasta el cuello con pajarita prusiana. El fajín negro brillante y la chaqueta azul medianoche no habrían encontrado mejor percha en un millón de años, ni mano más orgullosa el puño de su bastón, uno de esos sediciosos exclusivos que proyectan la sombra del emperador. Muy guapo, sí señor. ¡Quién lo iba a decir, siendo el croar un vibrato de charca! Y qué andares, qué prestancia, qué manera de pasear la distinción. No era muy difícil imaginarlo bailar el fox-trot ¡Diablos! ¡Conquistando la sala con medio paso! Me despedí de él recordando sus primeras y únicas palabras, que completaban las de mi amigo: «...un perfecto caballero». Adiós señor Croac, páselo bien, la noche es suya, sus corazones también. Haga lo que bien sabe hacer.
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