Cada otoño, desde que cumplí la mayoría de edad, tengo una cita en el Depósito de Enseres Impersonales de tío Sabino. Es un pequeño edificio de ladrillo gris, con chimenea y sucios ventanales por los que apenas entra luz. Dentro, dispongo del mobiliario e instrumental necesarios para desempeñar la labor de agente decomisador: estilográfica, guantes, una mesa, una silla, un flexo, una báscula de enseres, una lupa diadema con lente de treinta aumentos, pinzas, una enciclopedia de peritaje y varios cajones de pino para archivar los informes. Al fondo tenemos el horno, un Topf und Söhne para el material sobrante. El método ha sido siempre el mismo: antes de que salga el sol el depósito debe estar listo, luego aprovecho para tomar una taza de café mientras tío Sabino entra en el huerto y elige a la nueva kadosh. Esto siempre es cosa suya y confieso que nunca se me daría igual de bien extender el dedo sobre la multitud y atinar a la primera, no como a él, desde luego, con tantos años de experiencia en horticultura. Tras cortar el tallo de la elegida y llevarla a la cocina, me trae sus pertenencias en una carretilla y las deja caer en el suelo. Hoy el cargamento es singular, muy alejado de los morrales de otros años, llenos de fotografías y recuerdos familiares. Hay una pequeña instantánea de una caléndula, cinco monedas de latón, unos guantes de lana, un par de zapatos, un frasquito con rapé de Nunu y varias canicas de vidrio rosado que rondan los quinientos gramos sobre la bandeja de la báscula. Hasta aquí nada especialmente notorio, pero luego están el astrolabio de cobre, el horoscopio de Apiano, el telescopio reflector, la carta astral y, sobre todo, el diario. Las primeras páginas de éste tampoco se salen de lo normal; menciona las bondades del mes de junio, su temperatura suave, la abundancia de días luminosos en detrimento de las heladas nocturnas, de las que abomina como un brote verde; habla del maitine de los grillos, de la santidad de sus salmos, de la estampida de los conejos cuando truena la pólvora, de las milongas que silba tío Sabino mientras planta fresas y melones. Julio empieza igual, pero señala su pasión por la astronomía, y también un hecho extraordinario que tuvo lugar a mediados del mes. Lo expresa del siguiente modo:
«Mi telescopio reflector apuntaba hacia la octava esfera, a la constelación de Leo. Observaba por enésima vez su poderoso corazón, que los griegos bautizaron como Basiliskos, una estrella azul que me ha venido sonriendo cada noche desde que me habitué a explorar los cielos. Estaba acostumbrada a su velocidad de rotación, muy superior a la de nuestro sol, y a su silueta achatada, como la de esos limones defenestrados que ruedan por el huerto, pero nunca antes había visto algo parecido a lo que eclipsó de improviso su rostro. Planetoide, lo llaman; yo tendré que buscarle otro nombre. Aquel cuerpo gigantesco se recortó sobre la superficie del corazón leonino durante varias horas. En ese tiempo descubrí que seguía una lenta elipse alrededor de la estrella, también que hay metano y ozono en su atmósfera, y que la superficie verdiazul está llena de huertos en flor. He identificado patatas, pimientos, lechugas, calabazas... Y reían, reían felices. Por la tonalidad del suelo se trata de un lugar rico en nutrientes minerales, mullido, con abundante humus, sin gusanos ni hongos, y con un equilibrio perfecto entre alcalinidad y acidez. Llueve en abundancia y presumo que el aire arrastra polvo de hueso, además de hermosas canciones mil veces mejores que las de tío Sabino, a juzgar por el verdor de las hojas y el color alegre de las cortezas. Me pregunto si habrá sitio para mí allá arriba. Parece que hay sitio de sobra para todos. Tal vez, si lograra desprenderme de mi tallo, echar a volar, dejar atrás el huerto, cruzar las nubes, romper la estratosfera y salir disparada al espacio, sumergirme en una lluvia de rayos cósmicos provenientes de Centauro, girar en el vacío sin más luz que la de nuestro sol, dejarlo atrás como al huerto y seguir girando durante setenta y siete años luz hasta encontrarme con Basiliskos y su planetoide... Tal vez.»
Durante agosto y septiembre deja bien clara su intención de visitar este nuevo mundo, al que empieza a referirse como Darío: «¿Y qué será de mí ahora que te conozco, ahora que he visto tus huertos y jardines? -escribe en un margen del diario-. Ya no tengo dudas, mi amado Darío, antes de que desaparecieras entre las luminiscencias de la corona solar, me hiciste tuya para siempre». Realiza una serie de cálculos, garabatos inteligibles, orientados supuestamente a prever el momento en que el planetoide volverá a reaparecer sobre la superficie de la lejana estrella azul. También hace los preparativos del viaje; veo algunos bocetos que intentan reflejar lo que parece una especie de vehículo, un traje abocinado hecho de metal, al que pensaba dar forma fundiendo las monedas que tío Sabino iba perdiendo en el huerto. Está sujeto a un tanque de combustible y a unos propulsores con fuerza suficiente para sacarlo de este mundo. Luego se desprenderían y unos motores secundarios moverían el traje a través del cosmos. En el interior se habría dispuesto un tallo de quita y pon, y una cama de tierra con abundante humus; un sistema de regadío por goteo proveería de agua a la viajera durante todo el trayecto, aunque queda por resolver cómo lograría perpetuar este suministro durante los setenta y siete años luz que, calcula, dura el viaje. Quién sabe, si el amor puede convertir a una calabaza en cosmonauta, ¿qué son unas pocas gotas más de agua? En cualquier caso el asunto no pasará de ser una simple anécdota, como lo mío con... da igual, tío Sabino espera y tengo trabajo por hacer.
Relleno la ficha de la kadosh, como de costumbre. Hace la número setenta y siete; en el huerto su diámetro dio la medida de cuarenta y cinco centímetros, tiene flores de un único sexo y hojas acorazonadas en perfecto estado. La cáscara y el tallo no presentan señales de enfermedad. Por algunos de sus objetos personales y las palabras que escribió en el diario estamos ante una idealista, una soñadora. Tal vez, una enamorada, no sólo del lejano Darío, sino de la misma vida. Presumo que el pastel de este año será exquisito y que tendrá cierto sabor a estrellas.
Guardo la cartulina en el cajón archivador, aparto las monedas de latón y me hago cargo del resto de objetos. Los introduzco en el hueco del horno. Juntos forman un extraño montón, testigo de una vida igualmente extraña. Dejo el diario para el final. Luego cierro la puerta y activo los quemadores de aceite vegetal. A través del ventanuco veo cómo las llamas se ceban rápidamente con los guantes de lana y los zapatos, cómo convierte las canicas en bolas de obsidiana y deshace el rapé en un fogonazo. El astrolabio y el telescopio humean y se ennegrecen, como edificios post-apocalípticos de hierro y cristal. En cuanto al diario... Lo busco con la mirada, pero ya ha desaparecido.