En la mesa de Assetou había miel, paté, mantequilla, queso azul y mermelada de manzana. También, algo más apartadas, algunas rebanadas de pan dulce, listas para ser untadas. Ese, precisamente, era el plan, la tartine de Assetou; ¿llevaría finas hierbas? ¿Salmón? ¿Frutos secos? ¿Una fresa?... Los ojos del glotón corrían sobre la madera como dos arañas de recebo, clavando sus colmillos aquí y allá.
Por fin se decidió; dejó la silla y caminó hacia el pan, con una idea definida de lo que éste llevaría encima, sin dejar de deleitarse. Pero entonces tropezó —¡maldita pata de la mesa!—, dio cabriola y media en el aire y como el que no quiere la cosa acabó sentado en una silla borgoñona, en la ciudad de Chalon-sur-Saône.
—¿Te has decidido ya?
Assetou no supo qué contestar; a su repentino interlocutor no parecía preocuparle el tartine. Tenía el rostro famélico, sucio, y unos ojos oscuros que nada podían entender de recetas y sabores. Por momentos, Assetou temió encontrarse ante un asesino. Quiso explicar que se había levantado sólo para coger un poco de pan, que tras mucho pensar tenía claro los ingredientes del bocado, pero el extraño continuaba empeñado en que debía decidirse.
—Acero o pólvora, tú decides.
Entonces comprobó que no estaba solo; detrás de él había una fila de individuos malcarados que aguardaban con impaciencia su turno para elegir.
«La pólvora es como la pimienta», pensó en voz alta, y se vio con un mosquetón en las manos, una cartuchera al hombro, y empujado hacia la puerta de salida. Fuera había un barrizal maloliente, con varios cerdos hocicando (¡bacon de vacaciones!), y un grupo de hombres armados que formaban ante un individuo con una sopera en la cabeza. ¡No, era un antiguo casco de arcabuzero!
—¡Amigos! —gritó—, ¡vamos a darle su merecido a ese desalmado de Turgot, y a la horda de ladrones que roban el pan de nuestra mesa!
«¡Sí!», gritaron todos, y alzaron las armas.
—¡Hoy haremos una visita al gordo Diddier, cuyo molino ha duplicado el precio de la harina en sólo unos días! ¡Le haremos entrar en razón!
—¡El viejo Diddier no vive solo! —advirtió alguien entre la tropa— ¡Su mujer y sus hijos le acompañan en todo momento!
—¡Se apartarán! —respondió el otro con seguridad.
—¿Y si no lo hacen?
—¡Acero o pólvora, amigos míos, acero o pólvora!
«¡Acero o pólvora!», gritaron todos.
—¡Bien, ha llegado el momento! ¡Esta noche, vuestros hijos dormirán con el estómago lleno! ¡Seguidme!
Assetou fue arrastrado por aquel ejército de hambrientos. Trastabillando con el mosquetón entre sus manos, sin saber cómo terminaría todo, exclamó:
—¡Amigos, yo no sé disparar! ¡Dejadme volver a mi mesa!
Pero el cabecilla de la revuelta, que escuchó sus palabras, se le acercó, colocó una mano sobre su hombro y con la otra señaló hacia el molino blanco que braceaba en la campiña. Las armas ya habían empezado a tronar, y se oían algunos gritos de hombre, mujer y niño. En algún lugar un cristal se hizo añicos, y la tela de uno de los brazos giratorios bailaba movida por el aire, como una bandera rota.
«La pólvora es como la pimienta», pensó en voz alta, y se vio con un mosquetón en las manos, una cartuchera al hombro, y empujado hacia la puerta de salida. Fuera había un barrizal maloliente, con varios cerdos hocicando (¡bacon de vacaciones!), y un grupo de hombres armados que formaban ante un individuo con una sopera en la cabeza. ¡No, era un antiguo casco de arcabuzero!
—¡Amigos! —gritó—, ¡vamos a darle su merecido a ese desalmado de Turgot, y a la horda de ladrones que roban el pan de nuestra mesa!
«¡Sí!», gritaron todos, y alzaron las armas.
—¡Hoy haremos una visita al gordo Diddier, cuyo molino ha duplicado el precio de la harina en sólo unos días! ¡Le haremos entrar en razón!
—¡El viejo Diddier no vive solo! —advirtió alguien entre la tropa— ¡Su mujer y sus hijos le acompañan en todo momento!
—¡Se apartarán! —respondió el otro con seguridad.
—¿Y si no lo hacen?
—¡Acero o pólvora, amigos míos, acero o pólvora!
«¡Acero o pólvora!», gritaron todos.
—¡Bien, ha llegado el momento! ¡Esta noche, vuestros hijos dormirán con el estómago lleno! ¡Seguidme!
Assetou fue arrastrado por aquel ejército de hambrientos. Trastabillando con el mosquetón entre sus manos, sin saber cómo terminaría todo, exclamó:
—¡Amigos, yo no sé disparar! ¡Dejadme volver a mi mesa!
Pero el cabecilla de la revuelta, que escuchó sus palabras, se le acercó, colocó una mano sobre su hombro y con la otra señaló hacia el molino blanco que braceaba en la campiña. Las armas ya habían empezado a tronar, y se oían algunos gritos de hombre, mujer y niño. En algún lugar un cristal se hizo añicos, y la tela de uno de los brazos giratorios bailaba movida por el aire, como una bandera rota.
—¡Allí, Assetou, mira bien, allí está tu pan!