sábado, 6 de abril de 2019

Ave raíz



Sol y luna - Maurits Cornelis Escher

Qué difícil es decir adiós al ave raíz. Uno llega a pensar, por el color alegre de sus plumas y lo despreocupado de su canto, que será cosa ya de todos los días. Uno, sacando ventaja de su nomenclatura zoológica, llega a creerse que lo que echa raíces raramente puede volar, que pesa más el suelo que lo que haya entre las nubes, que lo de «ave» es sólo por unas alas que no usará nunca, un adorno y nada más. Uno descubre que jugamos a no saber para no arruinar el café y los pasteles de la tarde, o lo que sea que echen por la televisión, o lo bonito que queda el jardín. Pero sólo es cuestión de tiempo que uno deje de jugar al desconocimiento.  

     Yo mismo planté aquel hermoso ejemplar cincuenta años atrás, en un espacio compartido más tarde con rosas de cuaresma y corazones sangrantes. Lo regué todos los días, y un par de veces a la semana frotaba sus alas con cerveza y aceite para que estuviesen bien brillantes. Un pie de tierra sulfatada alimentaba siempre sus raíces y con el tiempo llenó de vivos colores un plumaje, en principio, gris y despeluchado. Y cuando aquel pico cantó por primera vez… Qué piar más alegre bajo el sol de primavera. Le construí una casita de madera, para que inviernos y primaveras se sucediesen sin mayor diferencia. El ave raíz creció; las raíces debían andar ya en lo más profundo del jardín. Sus plumas y su piar eran del suelo.

     Un día, sin embargo, amaneció extraña. Su canto era triste, su cuerpo parecía hinchado y el color de las plumas algo oscurecido. El agua, el aceite y la tierra sulfatada no causaban efecto. Observé preocupado su familiar forma, ahora algo tronchada, en el interior de la casita. ¿Qué ocurría? El otrora alegre cantor parecía un ahogado con los brazos en alto, sobre la línea de un horizonte acuático. De pronto, sus alas se agitaron de forma violenta y la casita saltó en pedazos. Aquel cuerpecito hinchado reunió fuerzas. El suelo bajo él se movió. Tiraba de sus raíces, desgarraba el jardín, con los ojos clavados en una nube blanca. El suelo, herido, vomitó el cuello de la raíz, seguido de una madeja de tentáculos pelíferos que abrió profundas grietas alrededor. «¡No, lo vas a estropear todo!», grité. Pero la batida de alas ya había tumbado rosas y corazones. «¡Quieto, todo va a ir bien, todo va a ir bien!», pero desgarraba la tierra — cincuenta años de armonía— como un pulpo rabioso. «¡No te vayas!», pero el ave raíz ya volaba sobre una pequeña lluvia de tierra.

     Qué difícil es.




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